Páginas

viernes, 4 de septiembre de 2015

Aeryn Nethuns

Era un día oscuro cuando nací, sin duda alguna, no había luna. Madre tuvo que correr hacia el hospital ella sola, puesto que padre estaba de turno de noche en urgencias aquel día. Está ya tan lejano… 21 de Junio de 1986. Parece mentira que hayan pasado 15 años. 


A madre no le gustó que me adelantara una semana a la fecha que se suponía que iba a nacer, le jodí varias reuniones importantes de sus empresas importantes con sus cosas importantes. Supongo que yo no era lo suficientemente importante como para que dos días después del parto ya estuviera de nuevo en su oficina. Gracias a Gaia que Nana estaba conmigo. Mi abuela paterna, claro, padre siempre estuvo pendiente de mí. Era él el que venía a arroparme todas las noches, si no lo hacía la Vieja Nana. La casa era lo suficientemente grande como para que Nana viviera con nosotros.


Eso sí que se lo agradezco a madre. La pasta. Nunca me faltó de nada, claro. ¿El último modelo de portátil? Yo lo tenía. La última PDA. El último modelo de reproductor de música. Mi cuarto era un amasijo de cables. Menos mal que madre nunca entraba. Ahora que lo pienso no sé mucho sobre madre. Hablaba con ella todos los días, claro, y se preocupaba de mi educación, por supuesto, al fin y al cabo, algún día heredaría muchas cosas y tenía que ser “una señorita de bien”. Que de patochadas. 


Padre, en cambio, sí que se preocupaba de verdad por mí. Siempre estuvo pendiente de mi educación.  Incluso cuando sólo estaba preocupada porque se me había perdido un cable o no me gustara algo que había pasado en clase. Él lo notaba. Lo notaba siempre. Joder, incluso se preocupó cuando se me perdió mi osito de peluche. Al final estaba en una esquina debajo de mi mesa, detrás de una caja. No tengo ni idea de qué haría ahí.
Pero cuando a padre lo nombraron jefe del servicio de urgencias la cosa cambió. Pasaba mucho tiempo en el hospital y en casa solo estábamos la Vieja Nana y yo. Bueno, y mi música, en casa, cuando estábamos las dos solas, nunca faltaba la música. Todo el tercer piso y la terraza exterior eran “míos” así que estaban al gusto de la Vieja Nana y al mío. 


Le agradeceré siempre a Nana todo el esfuerzo que hizo por enderezarme, aunque no lo consiguiera muy bien. Hubo una época en la que todo eran castigos. Me quitaron todos los aparatos electrónicos una vez, y otra, no me dejaron salir de casa en toda una semana de vacaciones. No los culpo, no está bien meterse en peleas ni robar las cosas de tus compañeros de clase… A decir verdad, ni siquiera a día de hoy sé por qué lo hacía. La psicóloga a la que me obligaban a ir decía que era por abandono parental, uno de los abogados de madre (decía que tenía la sangre corrompida) y que era de baja calaña, como padre. A ese no lo volví a ver, aunque claro, no me extraña, nadie le dice eso a madre y sale meneando la colita tan feliz. 


Una de las fechas importantes que tampoco olvidaré jamás será el 23 de marzo de 1993. Nana murió.  Se le complicó una pulmonía. Ni los mejores médicos ni las mejores  enfermeras pudieron hacer nada por ella. 


Era mayor. Eso decía padre. Que era muy mayor. Ya había vivido mucho y aunque nos costase, debíamos decirle adiós. Yo no quería decirle adiós a Nana. Aun cuando estaba en la cama del hospital me cogía de la mano y me consolaba ella a mí.


− “Recuerda siempre quién eres y de dónde vienes pequeña, nadie lo hará, y tendrás que enfrentarte a cosas inimaginables en tu vida” – Me susurraba siempre que las lágrimas corrían por mis mejillas. 

Fue un funeral pequeño, muy íntimo. Y aun así, había mucha gente que no conocía. Eran grandes, algunos con cicatrices en el rostro, pelos raros y de ropas austeras. Otros eran delgados y escuchimirriados, siempre pegados a los grandes. Apenas se les oía andar o hablar. Pero llevaban buenas ropas, y los ojillos inquietos se quedaban siempre mirándonos a padre o a mí.


Padre si parecía conocerlos. Todos pasaban cerca de él, dándole un golpe en el hombro, luego dándoselo a sí mismos. Entonces padre sonreía y asentía. 


A mí se me acercaron dos o tres, me decían que estaba muy grande y que sería fuerte, que sería importante. No lo comprendía, pero algo en su olor hacía que me sintiera a gusto, por mucho miedo que me dieran, sobre todo el de la cicatriz en el ojo.


Ah claro, no os lo he dicho, el funeral fue a las afueras. Como a dos horas en coche. Ese día hacía un sol radiante, aunque esperamos al atardecer por yo que sé qué cosa que se le ocurrió a padre. Dijo que era un lugar importante para Nana. 


Había sido fuerte todo el día, lo prometo. Se lo prometí a Nana y a padre, pero cuando el ataúd estaba bajando al hueco del suelo, al sol-sombra de una higuera, no pude más. Padre tuvo que agarrarme y sujetarme fuerte contra él para que no fuera a tirarme al hoyo con Nana. No sé por qué reaccioné así. No quería que Nana se fuera. Aun teníamos muchas cosas que hacer las dos juntas… Pero padre no me soltó, ni ese día ni los siguientes. Gracias a él conseguí mantenerme entera. Comíamos por obligación. Hablábamos por educación. Pero no nos separamos hasta que padre tuvo que volver al hospital. Sé que fue duro para él dejarme en el estado en el que estaba, pero el trabajo era el trabajo. 


¿Que qué pasó con madre? Madre estuvo en el hospital dos veces, para decirle a padre que el funeral estaba casi listo, y en el funeral estuvo una hora. Luego tuvo que excusarse diciendo que tenía una reunión importante. Bah, para lo que habría hecho ella… Mejor que no estuviera. 



Después de eso, me metía en peleas con mucha más facilidad. Me rompieron la nariz, se me partió el escafoides y tuve que ir al dentista a que me arreglaran dos dientes. Entre moratones, golpes, y que me corté el pelo muy corto, parecía un chico.


Padre sabía que era por lo de Nana, pero no dijo nada. El psicólogo dijo que tenía demasiado estrés acumulado, y que si no dejaba soltar la ira, al final resultaría peor para mí y para los que estuvieran a mi alrededor. Así que me dieron a elegir entre clases de autoayuda y clases de artes marciales.


Aprendí a dar unas ostias impresionantes. Pero lo más importante es que aprendí a esquivar esas mismas ostias impresionantes. Aprendí a ser más rápida. A hacer menos ruido. A evaluar las situaciones antes de meterme en las peleas. Y parece que funcionó, porque en clase pasaba desapercibida. Mis notas fueron igual de mediocres que siempre, pero dejaron de bajar y de ponerme faltas de actitud. Eso le gustó a padre, así que seguí.
Seguí hasta que empezó una cosa llamada pubertad, y aunque seguía entrenando, ya no era todos los días, sino unos 4 días a la semana. Me dejé crecer el pelo y me lo teñí de diferentes colores. Al principio no me parecía algo tan importante, pero aprendí a que mi apariencia reflejaba bastante bien como me sentía, así que seguí. Me hice un tatuaje en el brazo, un diseño que encontré entre las cosas de la vieja Nana cuando las recogimos. Mirarlo me ayuda a calmarme cuando estoy enfadada o a animarme cuando estoy triste. Y el pelo la verdad es que me queda muy bien. Me he dado cuenta de que los chicos me miran más, y es agradable ver como hacen lo que quieres con que les guiñes un ojo. 


Me sentía poderosa. Dueña de mí misma como nunca antes. Estaba en forma, era hermosa y siempre terminaba consiguiendo todo lo que quería. 


Hasta el hermoso día en que todo cambió. 


A mal.



Me encontraba volviendo de la visita mensual al psicólogo. Sí, seguía yendo, me daba libros para leer, de los que me gustaban, y había una conexión decente a internet. Tan solo tenía que hablarle de mis problemas en clase, en casa y cómo me iba en el entrenamiento. Y luego me dejaba un par de horas a mi bola, siempre con ella presente preguntándome cosas de mis ordenadores o mis “aparatitos” y me daba té y galletas. Y luego, recogía mis cosas y a casa, a cenar mientras veía la tele, y luego, estudiar un rato.


Pero no ese día. Hacía muchísimo aire y el pelo se me metía en los ojos y en la boca. Hacía frío y se me había olvidado la bufanda en casa. Como anochecía temprano habíamos acordado adelantar un par de horas las consultas al psicólogo y como al ir daba el sol, no había reparado en la bufanda. Metí la boca dentro del cuello vuelto de mi chaleco y me apreté más la gabardina de cuero negro. Llevaba una rebeca ancha de lana color café y debajo de ésta, el chaleco de cuello vuelto de lana gorda azul, una falda corta de pana negra, con tablas, unos leggins de colores y las botas militares negras hasta la mitad del gemelo.  

Cualquiera en su sano juicio no se habría acercado a mí, con mis pintas de “tipa mala” pero los llaveros de peluche que colgaban de mi maleta me restaban por completo la peligrosidad de la que tanto me gustaba alardear.


Y como siempre, tenía que haber algún imbécil que me llevara la contraria. 


Recuerdo perfectamente que eran cuatro. También recuerdo que dos de ellos fumaban, así que tosí cuando se cruzaron conmigo. “Es lo que tiene ser ligeramente asmática” -  pensé cuando uno de ellos me preguntó como un imbécil si me molestaba el cigarro. Se habían parado y girado para mirarme, pero yo seguí andando. Hacía frío y quería volver a casa rápido para darme un baño caliente y embutirme en mi pijama de franela. Un buen chocolate caliente y se me quitaría el humor de perros de ese día.


Ah, pero no iba a ser tan fácil.


 Los muy capullos se habían girado y me seguían mientras me gritaban cosas. Apreté el paso queriendo llegar a la avenida más cercana. Como el tiempo se había vuelto tan frío no había casi nadie en la calle. Admito que durante un momento sentí pánico. Eran cuatro, grandes, y daban jodido miedo.  Pero respiré hondo y seguí andando intentando no echarles mucha cuenta.

 Casi había llegado a la avenida principal, solo me faltaban unos metros, cuando uno de ellos me agarró del brazo y me atrajo hacia él. En ese momento solo recordé como había rechazado el guardaespaldas que me había ofrecido madre. 

El más grande de los cuatro había alargado una de sus grandes manos y la había llevado a mi boca, intentando hacerme callar y llevarme a rastras hacia un callejón. Recuerdo que le pegué una coz hacia atrás y le acerté en todo el huevo derecho. 
Recuerdo que caí al suelo entre maldiciones. Las que salían de mi boca y las que salían del imbécil enorme. 

Recuerdo que uno de ellos intentó echarse encima de mí, y que lo esquivé rodando hacia mi derecha. La grava se me clavaba en las rodillas y escocía. Seguramente me habría hecho algún corte en la caída y me habría roto los leggins. 

Sabía que debía ponerme en pie rápidamente. Necesitaba encontrar una posición que me permitiera salir de ahí antes de que... "antes de qué" pensé mientras mis ojos se movían frenéticamente entre los tres tíos en pie y el gordo del suelo. Uno ya no se podría mover en un rato. 


Recuerdo que apreté los puños. Moví ligeramente los pies en el suelo para tener una buena posición y un buen equilibrio. Esto me iba a dejar magulladuras, puesto que no llevaba nada para protegerme los nudillos. 

De los tres que seguían en pié, recuerdo que uno sacó una navaja. Una mierdecilla de navaja. En cuanto dio dos pasos adelante y estuvo a mi alcance, le desarmé partiéndole la muñeca. Me retiré rápidamente a mi posición defensiva antes de que los otros dos se hubieran dado cuenta de lo que había pasado. 


Recuerdo que pensé que ya casi había salido de ahí. Debía mantener la compostura y no anticiparme, todo debía estar en su sitio cuando saliera corriendo o me atraparían. 

Recuerdo moverme lentamente hacia mi derecha. A mi espalda había una tienda abandonada con tablas y palos desperdigados por el suelo, cristales y cuerdas, fruto de ventanas rotas y saqueos constantes.

Me anticipé, y la cagué. El estar pendiente de lo que había detrás más de lo que tenía delante. Al girarme para intentar coger un palo o algo con lo que defenderme no me di cuenta de que el tipo gordo se estaba levantando y cuando me quise girar de nuevo estaba a mi altura. No me dio tiempo a nada. 

Recuerdo un picor en la parte de atrás de la cabeza, algo viscoso y caliente. Y me dolía la frente también. Todo negro y fuegos artificiales rojos por todas partes cuando intentaba enfocar con la mirada. 

Recuerdo que me costó un rato poder volver a ver.

Recuerdo como uno de los tíos le dijo al grande que si no me destapaba o la boca o la nariz no podría respirar y entonces me di cuenta de que, no, no estaba respirando.

Me llevó casi a rastras al callejón que había al lado de la tienda abandonada, según el cartel,  de antigüedades. Olía a humedad y a orina. Había cubos de basura llenos de moho y oxido a los lados, y un montón de maderas y sabanas revueltas al final, como si fueran los restos no deseados de una mudanza. 

Recuerdo que me habían tapado la boca con un pañuelo. Mi cabeza daba vueltas y me tenían agarrada a la espalda. Se quedaron mirándome. Se rieron y me quitaron la mochila,  y la tiraron a un lado. Creía que sólo me robarían la mochila y saldrían corriendo, no sin antes darme un par de golpes...

Intenté respirar hondo. Recuerdo que la mano del tipo grande olía a cerveza. Intenté calmarme, miré de reojo hacia arriba y vi que el tipo grande me miraba serio.
− “No grites o te corto la lengua” – Susurró mientras los otros tres hacían cosas por el callejón, recuerdo ruido de metales y madera, pero sólo me concentré en asentir lentamente mientras el tipo grande bajaba lentamente la mano de mi boca y la llevaba a mi brazo. 
Una cuerda me tenía agarrados los codos a la espalda. Creo recordar que notaba algún que otro dedo roto.

El tío gordo me agarró por la cabeza y me tiró de rodillas al suelo. Cuando conseguí hablar, las palabras me salieron temblorosas. 

−“En mi maleta hay cosas, un portátil, una PDA, os la podéis llevar si queréis, por favor” – Recuerdo que el más delgaducho me miró mientras soltaba una carcajada.

 Entonces lo vi.

Habían tapiado la entrada al callejón. Habían apilado los cubos de basura y habían puesto trozos de lona y tela por encima, desde fuera parecería que alguien había soltado un montón de muebles y los había tapado. No me verían a mí. 

−“Niña, después de esto no sabrás ni para que se usa lo que llevas en la maleta” – Uno de los dos que estaban fumando ya había apagado el cigarro. 

Se acercaba a mí mientras el delgaducho se reía a lo lejos, y el gordo me tenía la cabeza sujeta. 

Recuerdo el olor del callejón.
Recuerdo un golpe en la mejilla.
Recuerdo el sabor de la sangre y el sabor de mis propias lágrimas. 
Recuerdo las risas de esos tipos. 
Recuerdo los sonidos del callejón.
Recuerdo que empezó a llover ligeramente.


Y luego ya no recuerdo nada. Todo se volvió negro...

~ · ~ · ~ · ~ · ~ · ~ · ~ · ~ · ~ · ~ · ~ · ~ · ~ · ~ · ~ · ~ · ~ · ~ · ~ · ~ · ~ · ~ · ~ · ~ · ~ 

Varios días después, me encuentro en medio de la nada, con un grupo de personas que dicen saber que pasó, o eso dicen ellos…

Me rehúso a creer que realmente puedo ser eso, pero sin embargo, ahora todo tiene realmente sentido. 
Me han dado un papel y un lápiz (LÁPIZ Y PAPEL esto parece la prehistoria) Tengo la ropa echas mierda y manchada de algo que creo que es sangre. No sé qué me da más repelús, saber que la sangre es mía, o que no lo sea.  

Los tipos parecen amables pero no sé si puedo fiarme de ellos. No me dejan muy claro que pasó con los hombres del callejón, y si soy sincera, no sé si quiero saberlo. Todo es demasiado confuso, estoy incluso más callada que de costumbre. Hablan de cosas muy raras de las que no había oído hablar en mi vida. 


Yo sólo quería llegar a casa…


Aeryn Nethuns

2 comentarios:

  1. Respuestas
    1. Es la historia para mi personaje de rol de hombre lobo. Es todo ficticio inventado por mi mente :)

      Eliminar